viernes, 18 de abril de 2014

III, 47. Del rigor de las fuentes (o que así me lo contaron)


Para José María P. H., compañero
en tiempos estudiantiles ya brumosos,
que me dio la pista del texto de Tigre Juan.

A la luz del principio que regía aún en borrosos tiempos medievales, que lo escrito es lo verdadero, es posible reconstruir el proceso que pudo haber conducido al pasaje estraboniano sobre la covada. En 1945 anotaba García y Bellido que ciertos escritores clásicos adjudicaron dicha práctica a cántabros, corsos y aquel pueblo que dormitaba en la región asiática del Ponto, los tibarenios. Y luego sitúa la supuesta costumbre, diz que vigente en su actualidad, en la cornisa cantábrica, corroborando las líneas de la Geografía de Estrabón. Sin embargo, García y Bellido no remite a textos o documentos, ni aduce prueba alguna. De modo que omite —tal que un poeta— los detalles a que alude en su anotación, y hasta las fuentes clásicas. (Que, conviene subrayarlo con un paréntesis y varias pausas, eran además eso que ahora llamamos literarias.)
Con el paso del tiempo penetrará la imaginación en la escritura. Pero incluso a esa altura seguirá dándose por hecho que los poetas dictaban a sus versos cosas «verosímiles o necesarias», a la sombra siempre del buen padre Aristóteles, «el más cumplido de los filósofos». La verdad en la vida se correspondía así con lo verosímil en la poesía, asunto sobre el que se basó la espléndida experimentación cervantina, aquel neoaristotélico transnochado. Lope de Vega, contrario en tanto a Cervantes, concuerda en aristotelismo con él cuando define su novela Guzmán el Bravo: «esta no es historia, sino una cierta mezcla de cosas que pudieron ser» (La Circe, 1624).
Cuando en la Edad Moderna —o Edad Cervantina— se imponga la novela, el concepto de literatura sustituirá al de poesía, relegado así a una parcela del arte verbal. Porque es de saber que, hasta entonces, arte verbal sólo era el de la voz pautada por la música (métrica). De modo que la antigua distinción poesía (= arte) / no poesía (cualquier tipo de prosa), fue reconfigurada como ficción / no ficción; sin embargo, en la Edad Moderna —no en vano Cervantes, su padre fundador, había sido aristotélico— siguió exigiéndosele verosimilitud a la ficción. De ahí el embrollo que mantenemos con la palabra historia, otro asunto que por eso aparco de momento.
Siempre que lo he visto escrito por otros colegas, me ha parecido que vestía mucho, así que llevaba años queriendo decir algo como lo siguiente: conservo en mi biblioteca un ejemplar de la quinta edición de Tigre Juan. Novela, de Ramón Pérez de Ayala, publicada en Madrid por la editorial Pueyo, S. L. (calle Arenal número 6), en el año de 1928. Lo liberé de su quedar varado en la estantería cuando José María, buen amigo, me guió hacia esa obra con el comentario que en estas Literaventuras publicó hace unos días. El misógino Tigre Juan evoca un «apartamiento montaraz», el salvaje Traspeñas, espacio astur (así, apocopado, queda como más lejano o alto de tiempo). El pasaje hubiera hecho las delicias de Estrabón aun estando en prosa o, como gustaba Cervantes de llamarla, en «escritura desatada»:

Traspeñas es monte bravo, apartado del trato de gente urbana, donde Cristo dió las tres voces; lugar de ganadería caballar y vacuna, que por aquellos vericuetos pacen y triscan libremente […]. Viven pastores y zagalas amontonados, entreverados, sin rey ni roque, como gentiles. Pierden las mozas la honestidad, no por enamoriscadas o inocentes, sino por industria y de propósito, para luego bajar a la ciudad y hacer granjería de la crianza del hijo ajeno, en casa rica, poniendo la ubre a rédito. Y en concluyendo de amamantar un señoritín, suben de prisa al risco y hácense de nuevo embarazadas con el primero que topan. […] Los hijos que paren abandónanlos en breñas y brañas, a que los socorra una cabra […] (pp. 43-44).

El sueldo de profesor me permite vivir en mi rincón, apartado con pocos pero doctos libros juntos (gracias por el apunte, mi señor de la Torre de Juan Abad), aunque no comprar muchos. Que no tengo en casa El curandero de su honra, quiero decir, donde se localiza el pasaje mentado por mi compadre José María. Así que, saliendo de clase, donde las más de las veces soy feliz, agarro, cojo, me acerco por la biblioteca de la Facultad y me prestan Tigre Juan y El curandero de su honra (1926), si bien en edición de Amorós (Madrid, Castalia, 1980). Y ahí está:

En las fragosidades de Traspeñas, de donde Tigre Juan era nativo, existía una costumbre curiosísima, milenaria, prehistórica. Así que la mujer penetraba en la agonía creadora del alumbramiento, el marido se metía con ella en cama, como si él fuese en realidad el parturiente. Lo mismo los procreantes como los testigos, nada escasos, del acto, aceptaban la solemne simulación de que el padre era quien había parido a la criatura. Este raro rito, llamado la covada, ingenuo y humano simbolismo, aunque al parecer contra natura, encerraba alto sentido y social transcendencia; afirmar la línea de varón y transmitir al descendiente el apellido paterno, con que la contada prole legítima se diferenciaba de la innumerable cría anónima, pues la mayor parte de los habitantes en aquella serranía eran hijos de madre soltera y padre desconocido (pp. 357-358).

¿Qué exige una novela? Al menos eso: novedades que llamen la atención, mas que vayan de suyo conectadas con la realidad, aunque sea esta milenaria o anterior a la escritura; prehistórica, o sea: a perseguir, con Iker Jiménez —antiguo alumno de este ya arcaico profesor—, psicofonías por las cuevas. Con razón sostuvo García Bellido que la covada se practicaba aún. No hacía veinte años que lo hubo atestiguado, verosímil o moderno, Pérez de Ayala. (Tampoco extraña pues cómo pudo el historiador correr un tupido velo de silencio sobre sus testigos, tan noveleros.)
Cosas que pudieron ser, hemos oído decir a Lope de Vega: la exacta definición de verosimilitud. Y donde cabe sin más problemas cualquier relato sobre la covada.


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