sábado, 4 de enero de 2014

VII, 9. Un Gran Hermano lexicográfico (2)

«¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?», «el sexo sin amor no alcanza la plenitud» (¿o era la plenitez?; ¿o el plenilunio?), «el amor sin sexo no sé dónde coño…». Todas estas nonadas y vaciedades de consultorio psicoleches. A ver, queridas y queridos: que amor y sexo vienen a ser, sobre poco más o menos, lo mismo. Déjense de banalizaciones cinematográficas, amén de sacristanes o sexólogos, y miren si no los diccionarios.
Tal vez, el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), donde Sebastián de Covarrubias ofrece dos por uno: un diccionario y, de regalo, una enciclopedia; pero de esas enciclopedias humanistas que, antes de la escuadra y cartabón de los iluminados ilustrados, eran silvas sin orden maquinado o maquinista: una delicia de sabia indisciplina en que el pensamiento, según muy poco después cantaría el Aute, no puede tomar asiento. Estando como está siempre de paso. Lo mismito que Covarrubias al definir amor: pasando como sobre ascuas. Que lo despacha con prisas, vamos: «Latine amor, vide supra amar, por no amontonar aquí tanto como está dicho de amor, y escrito por diversos autores, de que se pudiera hacer un volumen entero». Oquei, maquei: busquemos amar. Sorpresa. ¿Sorpresa? A falta quizá de un arsenal de eufemismos, aquí Covarrubias casi prefiere el silencio: «querer o apetecer alguna cosa». Y luego —no vaya a ser que— el catecismo: «Lo primero y principal sea amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Díjose del verbo latino amare. No tengo que detenerme aquí, pues he dado la etimología latina». Con un par.
Sin embargo, el amores latino y español figura a las bravas, y dos veces (dentro de amor y por separado) en el Tesoro: «de ordinario son los lascivos». El mismo significado que vimos ofrecía en 1506 el Vocabulario de Nebrija, o sea, ‘relación sexual’. Y añade Covarrubias: «Amores, requiebro ordinario». En el coto de amores, entrada independiente —ya te digo— de amor, se caza esta perla sociolingüística: «Amorío por amor, término aldeano». Tenido hoy en el DRAE como «relación amorosa que se considera superficial y pasajera», amorío nació en los campos, o más allá de «las zarzamoras, / los juncos y los espinos»: esos trajines de sietemachos que se la lleva al río «creyendo que era mozuela», y «casi» —añade Lorca— «por compromiso». Resultaba luego que estaba casada.
Más curioso es que, tras habernos hecho progres que te pasas y por tanto habernos dejado aprisionar por tabúes distintos de los que callaban nuestros abuelos, tal que los impronunciables novio y novia (por no decir nada de los decimonónicos prometido y prometida), los cambios Guadiana del léxico hayan recuperado los términos amigo y amiga. Esa otra amistad que se llamaba en tiempos de Covarrubias (y aún antes, desde las jarchas) como la llamamos hoy los postmodernos o requetemedievalizantes: «Amigo y amiga se dice, en buena y en mala parte, como amador y amante». ¿«En buena y en mala parte»? Ah, ya: la del amor y la del sexo. Dos caras de la misma moneda, si bien una de ellas más manoseada, con perdón.
Aún constituía amores entrada independiente en el grave Diccionario académico de 1770. Con acepción condenada, claro: «Comúnmente se entienden los ilícitos». En la Biblioteca universal. Gran diccionario de la lengua española (1852), de Adolfo de Castro y Rossi, amores fue por última vez entrada distinta de amor. El liberalismo y anticlericalismo del XIX habían conseguido al fin envejecer el matiz clandestino de lascivia o ilicitud, por lo que Castro presenta aquí amores con definición en modo gusto romántico: «Requiebros o ternezas, y también recuerdos amorosos». Ya llegará, ya, lo del sentimiento a los lexicones.
Una centuria y pico antes, el primer Diccionario de la Academia, conocido como de Autoridades (1726-1739), había dicho amor como quien recita, respirando apenas, un manido manual de filosofía escolástica: «Afecto del alma racional, por el cual busca con deseo el bien verdadero o aprehendido, y apetece gozarle». Gentes tomistas y —lo que es peor— leístas, estos primeros académicos. Que a renglón seguido diferenciaban cuatro tipos de amor, «según son los objetos a que se endereza la voluntad»: amor paternal, amor carnal, codicia y, «si es enderezado a buen fin», amor honesto. Mucho enderezar parece eso, aun dentro de esta manía ilustrada y gramaticalizadora de clasificar y catalogar.
Tan opuesta al libre pasar humanista de Covarrubias.


No hay comentarios:

Publicar un comentario