viernes, 5 de enero de 2018

IX, 45. La liga de los reductores de ruinas (jornada 2)

Del doctor en Derecho y capitán Andrés Rey de Artieda (1549-1613), que batalló en Lepanto, ya vimos que en 1605 publicó su traducción del soneto de Castiglione sobre las ruinas de Roma. Como participante, con el alias Centinela, en la valenciana Academia de los Nocturnos (1591-1594), coincidió el 13 de octubre de 1593 con otro de sus 46 integrantes sucesivos, apodado Sombra: Gaspar Aguilar, secretario y mayordomo de aristócratas —dado, pues, «a la escritura de encargo»— y tenido por alguno de los académicos como el mejor poeta de aquella junta[1].
En la liga de microantologías de ruinas propuesta antes de 1557 por el bético Cetina, de sobrenombre Vandalio, participaron al menos otros tres competidores. El primero, este Aguilar que el 18 de marzo de 1592, durante la 25ª sesión de la Academia, leyó «A las ruinas de un pensamiento» (Cancionero de la Academia de los Nocturnos de Valencia estractado [sic] de sus actas originales por D. Pedro Salvá y reimpreso con adiciones y notas de Francisco Martí Grajales, Valencia, Imprenta de Francisco Vives Mora, 1905, p. 50). Por la pieza había distribuido, con cuidada simetría, cuatro menciones de ruinas, a razón de una por cada par de los ocho versos iniciales; de postre dejó una quinta por el segundo terceto:

Después de ser Numancia destruida
no volvió más a su primer estado,
ni la infelice Troya se ha poblado
después que fue en cenizas convertida.
No quedó de Cartago la temida
fuerza que a todo el mundo ha sujetado,
ni al valor de Sagunto derribado
su grandeza le fue restituida.
Ninguna de estas fue reedificada,
por que tan grave mal fuese el postrero
de quien pudiese ser atormentada;
mas esta Babilonia donde muero,
después de ser mil veces derribada
otras tantas ha vuelto al ser primero.

Aunque atinó al ligar este poema con el de Cetina, «Si de Troya el ardor, si el de Sagunto…», Fucilla llamó «caprichosa rúbrica» a su título (pp. 78-79), por no advertir que apunta al tema de cierre de los sonetos de las ruinas: la desolación del yo. Que Aguilar, jugando por libre, cifra en una metafórica Babilonia que modifica la estrategia de los poemas precedentes: el yo es una suerte de ruina-ave Fénix, sino y signo perpetuos de asolamiento y reconstrucción.
Antes de 1597, Juan de Arguijo, sevillano conocido por Argío, compuso la tercera microantología, enjaretando cuatro menciones en los cuartetos de su soneto II:

No los mármoles rotos que contemplo,
tristes reliquias de la gran Cartago,
ni de Numancia el miserable estrago,
ni los despojos del efesio templo;
no de Sagunto el fin, único ejemplo
de la lealtad y de su injusto pago,
descrecen mi dolor, ni satisfago
con su memoria al mal que nunca templo.
Bien que prueba tal vez la fantasía,
aunque en vano, aliviar mi desventura
con la grandeza de desdichas tales;
mas la razón advierte que confía
en remedio engañoso quien procura
con los ajenos consolar sus males.[2]

Dos innovaciones se cobra aquí Argío. La primera, sumar al elenco de ciudades arruinadas un templo, si bien enorme, el de Ártemis en Éfeso. Que fue en la Antigüedad considerado, según anotamos en su momento Vicente Cristóbal y yo mismo,

una de las siete maravillas del mundo; sufrió varios incendios (uno de ellos provocado en el 356 a. C., día del nacimiento de Alejandro, por un tal Eróstrato, que con esa acción quería conquistar la fama), hasta que en el s. III d. C. fue definitivamente destruido por los godos.

Mi maestro y amigo José Lara Garrido destacó la segunda «novedad» de Arguijo, que supone «la función negadora de su propia cadena temática» (p. 260), pues que las ruinas no brindan consuelo: se engaña —le dicta la razón a Arguijo— quien busca alivio en los males de otros, por muy grandes que estos fueran.
De un poeta que fue leyenda en vida (y en muerte), hasta suponérsele el modelo para el mito de don Juan, también se contó que había incendiado un palacio, lo que le brindó la excusa de tocar, llevándola en brazos rescatada, a la reina. No más erostrático pirómano que leísta, Juan de Tassis (Lisboa, 1582-Madrid, 1622) equiparó a Sagunto con Troya y añadió a Cartago —si le gustaría el fuego— en el primer cuarteto de un soneto con que participó en la liga de miniantologías de ruinas, a la que adicionó una cuarta ciudad que, sin haber sido aún destruida, no formaba parte de las reglas del juego. Pero para chulo, el conde de Villamediana:

El último suspiro en Asia dado
—Troya en Europa—, ya le dio Sagunto;
si por Cartago en África pregunto
quién no responderá: «¡Ved qué ha quedado!».
No sólo tiene el tiempo ya triunfado
de los siete milagros, mas a punto
reducídolos ha, que también, junto
con su fama, su número ha alterado.
Si pueden consolarte ajenos males,
siendo ejemplo a los tuyos, satisfecho
quedar puedes con esto, Madrid, luego.
Mas, ¡ay!, que son las causas desiguales:
que lo que en ellos tiempo y fuego han hecho,
ha hecho en ti faltar de aquí mi fuego.[3]

Tiempo, fuego y fuego personal: el hilo que engarza ruinas y yo atormentado en el tablero de ajedrez de tales sonetos. Rozas conjeturó que Villamediana compuso éste probablemente entre 1605 y 1611. Quizá. El hecho es que Tassis coincide con Arguijo en acordarse, junto con las ciudades derruidas, de los siete milagros o Maravillas de la Antigüedad, y en la formulación «Si pueden consolarte ajenos males», que enlaza con el cierre del sevillano: «con los ajenos consolar sus males». Asimismo, la metafórica «Babilonia donde muero» de Aguilar, que invadía el espacio tradicionalmente dedicado al segundo tema, deriva en el real Madrid de Villamediana. Quien complica, como novedad estratégica, esta referencia: Madrid podrá aliviarse de sus males rememorando ciudades que ya fueron pasado definitivo, aunque lo irreversible es tan paradójico como que el tiempo cambia el número de los recuerdos; pero si las demás urbes se perdieron por la acción destructora del tiempo o del fuego, Madrid es ya ruina (metafórica) porque le falta «mi fuego». Sintagma poco matizado, que en Villamediana resulta muy ambiguo: podría ser menos el amoroso —que ya sabemos que es írsele la amada y, todo en uno, entrar en trance apocalíptico el poeta— que el referido a la soberbia cólera del conde, que cultivó la afición a ser desterrado de la Corte.
Su azarosa vida mostró que empieza uno coleccionando ruinas, ruindades y enemigos, y acaba en una cálida calle oscura de agosto siendo asesinado.

[1] J. M. Ferri Coll, «El Libro de la Academia de los Nocturnos», Anales de Literatura Española, 20 (2008), pp. 189-210 (pp. 195, 197 y 203). El texto del soneto de Aguilar, que modernizo y en el que modifico algo su puntuación, está exactamente fechado en Cancionero de la Academia de los Nocturnos de Valencia. Segunda parte extractada de sus actas por Francisco Martí Grajales, Valencia, Imprenta de Francisco Vives Mora, 1906, pp. 20-21 (la coincidencia de Centinela y Sombra en una sesión de la Academia, en p. 45). Lo trata J. M. Ferri Coll, La poesía de la Academia de los Nocturnos. Clasificación y estudio de sus principales motivos [tesis doctoral], Alicante, Universidad, 1999, pp. 313-317.
[2] J. de Arguijo, Poesía, ed. G. Garrote Bernal y V. Cristóbal, Madrid, Fundación José Manuel Lara, 2004, p. 7 (y p. cxxxiii para nuestra propuesta de datación de los sonetos de Arguijo).
[3] Sigo —modificando algo la puntuación— el texto que aparece en J. Lara Garrido, «El motivo de las ruinas en la poesía española del Siglo de Oro. Funciones de un paradigma nacional: Sagunto», Relieves poéticos del Siglo de Oro. De los textos al contexto, Málaga, Universidad, 1999, pp. 251-308 (pp. 262-263), quien publica y comenta igualmente los sonetos de Arguijo y Aguilar (pp. 260-262). Respecto al Tassis en todos los sentidos pirómano, formuló J. M. Rozas: «Si hay una palabra clave en la vida, obra y leyenda de Villamediana, ésta es fuego» (en su edición de Villamediana, Obras, 3ª ed., Madrid, Castalia, 1987, p. 57).


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