sábado, 21 de enero de 2017

IX, 36. Álvaro Mesía, «admirado, tal vez amado»

El esquemático conflicto interno de Luis de Vargas que soportaba el raudo andamiaje de Pepita Jiménez, se vuelve todo complejidad, magnífica complejidad en La Regenta (Barcelona, Arte y Letras, 1884-1885) de Clarín. Como función conectada con el crecimiento, la complejidad es asunto, entre otros, demográfico: en las novelas queda ligado a la creación de más personajes. Tal teorema literario explica que el conflicto privado de Pepita Jiménez se redimensione como público en La Regenta: entre el amor carnal propuesto con don Álvaro Mesía, figura machoálfica de chulesca vaciedad, y el amor un algo más que espiritual que explota en don Fermín de Pas, magistral catedralicio. Clarín multiplica por dos al seminarista secularizado que escribía sus cartas en la novela de Valera.
Don Álvaro y don Fermín se disputan, con su aquel de calladamente, a la casada Ana Ozores. Ante la mirada censora de Vetusta, ella se irá decantando por el primero, mediante dificultosa línea zigzagueante en que intervienen los mil vericuetos de una conducta: una dimensión más de la complejidad narrativa, que requiere asimismo crecimiento de páginas y matices. Un corcel, de nuevo, abrirá al fin el corazón de la Regenta. (Se decía así, con eufemismo anatómico que velaba otros sitios o extremidades dotados de verdad con dispositivos de apertura.) Será cuando don Álvaro pasee a caballo ante los balcones de la dama, según dictaba el modo social del galanteo, del que trasunto es el motivo literario de la caballería enamorante. Queriendo creer a su équido un «talismán» (II, 18), apareció Álvaro Mesía

jinete en soberbio caballo blanco, de reluciente piel, crin abundante y ondeada, cuello grueso, poderosa cerviz, cola larga y espesa. Era el animal de pura raza española, y hacíale el jinete piafar, caracolear, revolverse, con gran maestría de la mano y la espuela; como si el caballo mostrase toda aquella impaciencia por su gusto, y no excitado por las ocultas maniobras del dueño. Saludó Mesía de lejos y no vaciló en acercarse a la Rinconada, hasta llegar debajo del balcón de la Regenta. (II, 16)

Dominando con aplomo al excitado animal, don Álvaro se ofrece a la dama como jinete —y que la recia y rancia ciudad de Vetusta entera connote— y como explorador y explotador del arte de enamorar o cabalgar.
Tras la exhibición ecuestre, la Regenta, que había honrado su círculo social «como un caballo de sangre y de piel de seda honra la caballeriza y hasta la casa de un potentado» (I, 5), se muestra locuaz y lisonjera con don Álvaro Mesía. Tiene además que confesarse que, ahora sí, el rondador podría vencer su resistencia: el corcel saltaría los obstáculos que ella y el magistral habían dispuesto para resistir el cerco del mundano galanteador. Quien, «en aquel momento» crucial, se notaba «admirado, tal vez amado». En este hípico capítulo XVI de La Regenta que abría boca de su segundo volumen, constituye para la dama una «resurrección del ánimo» —que es como llama el coloquio discreto a lo que científicamente se conoce como juerga de hormonas, o algo así— la «arrogante figura de caballo y caballero en una pieza», centáurica metamorfosis de jinete y bestia.
Ana Ozores no hablará al magistral «de don Álvaro ni del caballo blanco» (II, 17), palabras que revelan a la Regenta inmersa en un oscuro —pues que también puede ser oscuro lo blanco— objeto del deseo; pero don Fermín descubre la peligrosa simbiosis cuando juzga a Ana enamorada no de aquel «elegantón de aldea», sino «de la estampa del caballo»:

¡Y por quién dejaba Ana la salvación del alma, la compañía de los santos y la amistad de un corazón fiel y confiado...! ¡Por un don Juan de similor, por un elegantón de aldea, por un parisién de temporada, por un busto hermoso, por un Narciso estúpido, por un egoísta de yeso, por un alma que ni en el infierno la querrían de puro insustancial, sosa y hueca!... (II, 30)

Que es como acabará reconcomiéndose el corazón fiel del vencido don Fermín de Pas. En qué asuntos no anduvieran los curas tuvo que ser una deliciosa cuestión para nuestros bisabuelos anticlericales del masonazo siglo XIX.
Tiempo de reliquias y procesiones, de bodas, bautizos y comuniones.


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