domingo, 7 de junio de 2015

IX, 28. De ruinas e interinidades

Tal vez poco tan interino como la dedicación política. Pero en el fragor de la arenga ardiente, las agitadas manos del orador en la masa entregada, dispuesta a ser modelada por la voz y el gesto del líder, se entiende que éste se piense eterno. Ahí está el tribuno Cola di Rienzo para mostrarlo: «deslumbrada su imaginación por las ruinas de Roma, quiso restaurar su prístina grandeza. Con sus fogosos discursos logró levantar al pueblo, señalándole los restos del poderío pretérito» (S. Vranich, «La evolución de la poesía de las ruinas en la literatura española de los siglos XVI y XVII», Actas del VI Congreso Internacional de Hispanistas, Toronto, University, 1980, pp. 765-768).
Quién fuera Nicola Gabrini o Cola di Rienzo, a estas alturas puede saberlo apenas el memorión de Wikipedia. Pero a mediados del siglo XIV, este olvidado político —esa redundancia— agitó conciencias. Incluyendo la de Petrarca, su «amigo y admirador»: mientras iba «deambulando por entre las ruinas» de la Ciudad Eterna, a Petrarca le duele Roma. Así que escribe —era lo suyo— «cartas y versos sobre su grandeza pasada, comparándola con la decadencia a que había descendido» y reacciona —señala Vranich— «contra el despojo total de Roma». De la mirada de Petrarca que contempla los restos de las termas de Diocleciano van a nacer el sentido historiográfico del paso del tiempo, el afán arqueológico —la filología de las piedras—, la pasión patriótica y el sentir elegíaco idealizante. En suma, la Modernidad. Nada menos.
En la fase electrónica y virtual de nuestra Edad Moderna, esto se resuelve en forma de digitalización. Tal la espléndida de Roma Reborn (2007-2013), que pone ante nuestros ojos una reconstrucción con la que no soñaron los poetas o los peregrinos de la Edad Media, tan aquejados de simbolismo y alegorismo. La poesía medieval, en efecto, resalta, «sobre lo que son» la ciudades, «lo que representan y significan ideológicamente». Así que Roma aparece como la heredera de Jerusalén y de Troya, «el espacio de referencia de los personajes del que regresan transformados […] tras una regeneración espiritual»; como toda urbe, Roma es irremediablemente presentada como «ciudad mítica e ideal», así en Manekine (s. XIII), de Philippe de Remy (F. Carmona Fernández, «Cartago, Escavalón, Maguncia y Roma: las ciudades en la literatura de los siglos XII y XIII», Revista de Filología Románica, 3 [2002], pp. 27-48 [pp. 45, 28, 40 y 37-39]), cuyo argumento —todos los caminos conducen a Roma con peripecias de princesas sin cuento— tanto me recuerda al Persiles (1617) de Cervantes.
«La Roma imperial estuvo en escombros durante siglos», pero «los peregrinos» medievales tampoco expresaron «reacción íntima ante las ruinas», y sólo será «el espíritu humanístico el que descubre las ruinas como una herencia concreta de la gloria del pasado clásico»: postpetrarquistas como Poggio pondrán de moda «escribir sobre Roma y admirar sus ruinas», como ejercicio «de fina sensibilidad» (Vranich). La escritura estaba alumbrando una nueva manera de ver y vivir.
En el caso concreto de la ciudad en ruinas, fue el soneto Superbi colli el que dio con la fórmula poética exacta, a juzgar por su numerosa descendencia. Publicado como de autor desconocido en las Rime de diversi nobili uomini et eccelenti poeti, nuovamente ristampate (Venecia, 1548), fue atribuido desde 1575 a Baltasar de Castiglione (muerto en 1529), según indican I. Pepe y J. M. Reyes en su edición de F. de Herrera, Anotaciones a la poesía de Garcilaso [1580] (Madrid, Cátedra, 2001, p. 473). Herrera lo copió así:

Superbi colli, et voi, sacre ruine
che’l nome sol di Roma anchor tenete;
ahi, che reliquie miserande havete
di tante anime, eccelse e pellegrine:
teatri, archi, colossi, opre divine,
trionphal pompe, gloriose e liete,
in poco cener pur converse sete
e fatte al vulgo vil favola al fine.
Così se ben un tempo, al tempo guerra
fanno l’opre famose, a passo lento:
e l’opre, e i nomi insieme il tempo atterra,
vivrò dunque fra miei martir contento,
che se’l tempo dà fine a cio ch’è in terra,
darà forse anchor fine al mio tormento.

Andrés Rey de Artieda lo tradujo en sus Discursos, epístolas y epigramas de Artemidoro (Zaragoza, 1605). Modernizo el texto que publicó J. Fucilla, «Notes sur le sonnet Superbi colli. (Rectificaciones y Suplemento)», Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, 31 (1955), pp. 51-93 (p. 62):

Sacros collados, sombras y rüinas,
que mostráis lo que Roma un tiempo ha sido,
y de los hombres que han prevalecido
conserváis las memorias peregrinas;
arcos, teatros, fábricas divinas,
que en cenizas el tiempo ha convertido:
ya vuestra pompa la acabó y rüido
que el nombre dilató y fuerzas latinas.
Y así, puesto que al tiempo hicistes guerra,
todo lo acaba el curso y movimiento
del alígero tiempo cuanto cierra.
Viviré, pues, con mi dolor contento:
que, si con todo el tiempo da por tierra,
también dará al través con mi tormento.

Desde el inicio de la nueva mirada humanista, por tanto, los «teatri, archi, colossi, opre divine» se ponen en contacto con el yo poético y su «tormento». El alegorismo medieval fue sustituido por el ego moderno.
Lo iremos viendo: es que la interinidad del poder consuela lo suyo.


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