domingo, 1 de diciembre de 2013

V, 15. Enseñanza de español en guerra (A1)

Deseable alcanzar la belleza de la razón científica. Imitando, por ejemplo, la costumbre de los matemáticos de buscar las hipótesis explicativas más potentes y sencillas. Pongamos: una lengua se aprende o por obligación o por placer. Dejemos de lado ahora, bien que con disgusto, el placer: otro sinónimo aquí de la voz filología.
¿Quiénes se ven obligados a aprender una lengua distinta de la materna? Primero, aquellos que sufren la imposición de una política lingüística, ese instrumento inventado por la Revolución francesa para ayudar a construir la entonces nueva superestructura del Estado-nación. Fue en 1794.
Daniel M. Sáez Rivera se doctoró con una tesis sobre un tiempo algo anterior: La lengua de las gramáticas y métodos de español como lengua extranjera en Europa (1640-1726), Madrid, Universidad Complutense, 2008. Y es también autor de «La explosión pedagógica de la enseñanza del español en Europa a raíz de la Guerra de Sucesión española», Dicenda, 27 (2009), pp. 131-156, curioso y bien documentado artículo que parte de la siguiente constatación: «la Guerra de Sucesión española (1701-1714) y lo que podemos denominar su “resaca”, que dura al menos hasta el Tratado de Viena (1725)», generó «una auténtica explosión editorial en Europa de todo tipo de obras para la enseñanza del español», dado el «interés producido por la Guerra en prácticamente toda Europa». En modo estadística: en torno al 35% de las 75 obras de enseñanza de español como segunda lengua publicadas entre 1640 y 1726 son del periodo 1701-1726 (pp. 132 y 134).
La Guerra de Sucesión confirma la sempiterna asociación de economía y cultura que persigue esta serie V de Literaventuras: «en juego» por entonces —recuerda Sáez Rivera—, «el gran pastel comercial de la América española, cuyo monopolio estaba ya roto de facto por el contrabando francés y de las grandes potencias marítimas (Inglaterra y Holanda)», que buscaban consolidar «sus ambiciones comerciales». Para ese fin sirvieron obras como la de John Stevens, A new Spanish and English Dictionary (Londres, 1706), «que enriquece» mucho a sus fuentes de partida, «sobre todo con préstamos indoamericanos» (p. 134).
Es que también precisan otra lengua los que deben salir de su casa, de su barrio, de su pueblo, tan acogedores siempre, para ganarse la vida fuera de su país. En el siglo XXI igual que en el XVIII. Como indica Sáez Rivera, los comerciantes y soldados que desde mediados del XVI se echaron al camino o se hicieron a la mar siguiendo «las rutas comerciales europeas», que desde entonces «desbordan las propias fronteras nacionales», necesitaban un conocimiento instrumental y rudimentario de segundas lenguas. Para ellos se prepararon manuales bilingües o plurilingües en que «predominan las muestras de lengua dialogales junto a un breve diccionario» y a veces con «leves notas gramaticales, sobre todo de pronunciación» (pp. 132-133).
Por su parte, los refinados cortesanos se instruían en lenguas como otro de sus «pasatiempos y adornos», aunque esta «moda» «se convertía en necesidad» en forma de «alguno de los numerosos casamientos interdinásticos que unían a toda la monarquía europea». A tales aristócratas, que «con frecuencia tenían poca paciencia gramatical», se dirigió «todo un proyecto editorial completo», compuesto de «muestras diversas de lengua (diálogos, narraciones breves, cartas, etc.)», «nomenclaturas» y hasta «diccionarios de gran formato», lo que «permitía la lectura y traducción de textos literarios españoles, de moda en todas las grandes cortes europeas» (p. 133). Un curso práctico —y en ocasiones intensivo— de español, semejante al postulado un siglo antes por Espinel para el latín.
En Bruselas, y con escasos escrúpulos hacia el plagio, Francisco Sobrino fue publicando sus cosas, que en buena parte eran de otros: Nouvelle grammaire espagnole (1697), Diccionario nuevo de las lenguas españolas y francesas (1705), Diálogos nuevos en español y francés (1708)… Sáez Rivera resume la apreciación hecha en 1724 por este caradura editorial: «como el tráfico comercial con España se ha recuperado, el conocimiento del español es más útil y necesario que antes». Es que el Tratado de Utrecht (1713) concedió «a Inglaterra el “navío de permiso”» y «el “asiento de negros” o prerrogativa para la trata de esclavos en América»: «durante 30 años la South Sea Company podría introducir hasta un total de 144.000 esclavos», «negocio en el que tanto la reina de Inglaterra (Ana Estuardo) como el rey de España figuraban como partícipes con una cuarta parte cada uno» (p. 139).
La Guerra de Sucesión había costado miles de muertos y exiliados. España perdió Gibraltar y su posición dominante en el comercio atlántico. Ajenos a estos cambios, a lo suyo seguían los piratas —marítimos y editoriales— y los reyes.


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