sábado, 19 de octubre de 2013

IX, 16. De los límites para la verdad

Como otro cualquiera en la época que sea, Cervantes fue un hombre de su tiempo. Digo: apenas traspasó alguna de las líneas rojas trazadas entonces. Si para nosotros es la democrática, abriéndose el XVII la principal línea roja seguía siendo la teológica. Pocos discuten hoy, al menos en público, principios como una persona mayor de edad, un voto. Todo lo más, con asomo de condescendencia se aprecian provocaciones como la de Borges: «la democracia, ese curioso abuso de la estadística». Ya se sabe: cosas de escritores desocupados, inteligentes o irónicos. En 1613, casi nadie pondría en solfa la idea de que, situado por sobre el mundo terrenal, regía otro metafísico. Hábitat o ecosistema de la divinidad. Cervantes —el contrarreformista Cervantes— tampoco.
De modo que en El casamiento engañoso queda fijada la frontera entre los dos orbes: el silencio. Que sea cuento o historia lo que vaya a relatar, el alférez Campuzano no lo deja claro: «mi historia (que este nombre se le puede dar al cuento de mis sucesos)». En cualquier caso, componen también un relato sus pausas o silencios: todo lo que se calla. Pero el silencio opera en el mundo humano o social, donde puede ser interesadamente aprovechado. En el orbe metafísico es inviable: «aunque estoy diciendo verdades», indica el alférez, «no son verdades de confesión, que no pueden dejar de decirse». Solo con la divinidad, pues, tiene el individuo la obligación de ser completamente sincero. Postulado incomprensible para nuestro software mental, donde tal instrucción ha sido sustituida por otra: la propia conciencia.
La regla Dios o la regla conciencia personal dibujan en todo caso un mundo bipolar: la primera distingue entre arriba y abajo; la segunda, entre privado y público. Así que nos atengamos a la regla que sea, se complica lo suyo establecer aquí (abajo o en público) límites entre la verdad y la mentira. Que además, y dado el factor silencio, pueden doblarse a su vez en medias verdades (o medias mentiras). Cuando en su diálogo Campuzano y el licenciado Peralta exploren los mencionados límites, hallarán que en el mundo terrenal (o social) estos tienen necesariamente que ser de dos tipos: unos estrictos, difusos otros.
Aunque consciente de que «lo que ahora diré» «es lo que ahora ni nunca vuesa merced podrá creer, ni habrá persona en el mundo que lo crea», Campuzano no se amilana: afirma que en el hospital ha sido testigo de que dos perros —Cipión y Berganza— hablaban entre ellos. Sí: son «sucesos» estos «que exceden a toda imaginación, pues van fuera de todos los términos de naturaleza». Por tanto, los límites estrictos entre lo ordinario y la «maravilla» y, de rebote, entre la verdad y la mentira, son dos: la naturaleza y la imaginación humana.
Al primero apelará, en El coloquio de los perros —donde Campuzano transcribió la conversación canina—, un sorprendido Berganza: «Cipión hermano, óigote hablar y sé que te hablo, y no puedo creerlo, por parecerme que el hablar nosotros pasa de los términos de naturaleza». Que son los que predicen que «tordos, picazas y papagayos hablan […] palabras que aprenden y toman de memoria», «mas no por esto pueden […] responder con discurso concertado». Fuera de casos así, lo que naturaleza e imaginación no comprehendan resultará maravilloso, increíble o falso. Por ejemplo, que los dos perros guardianes del hospital generen un discurso concertado, según Campuzano; o como enunciará pasmado Cipión: «este milagro» consiste «en que no solamente hablamos, sino en que hablamos con discurso, como si fuéramos capaces de razón».
¿Milagro? Ya estamos otra vez cambiando las instrucciones del software.


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