martes, 19 de marzo de 2013

III, 26. Rosas de Alejandría

Los hombres se han congregado en todas las épocas para festejar los nuevos aires primaverales, las redivivas y sucesivas llegadas de las golondrinas. De la fiesta de Grecia, arcaica y popular, a las pasarelas de los últimos modelos de diseñadores o creativos —antiguamente, «sastres»—, un largo camino subsume aparentes diferencias.
Ayer paganos, ahora cristianizados (¡ah del cristianismo, esa religión fundamentada, como todas, en la imitatio vergonzante!), los festejos de las buenas gentes de los montes y los bosques, se llamaran priapeas, carnavales o romerías, organizados hoy por los burócratas de los ayuntamientos, son una constante del espíritu humano. Y siempre, por encima o, según se mire, por debajo, el lastimero sentido del pasar del tiempo (o del paso de semana santa) subyace en la celebración que recorre calles, campos y casas. Don Carnal herido por doña Cuaresma.
«No sé a qué viene el caso. ¡Como no sea un castigo por haberse divertido en carnaval!». Con perplejidad de niño, un niño que de no ser tan triste podría haber formado parte del coro griego de golondrinas, describe Balbino una mascarada, a la que sigue el lúgubre miércoles de ceniza en su pueblo. La mascarada que Xosé Neira Vilas hace discurrir precisamente por el capítulo «Luto», de su novela Memorias de un niño campesino (1961), tiene todo el sabor de lo popular y lo ancestral. El mismo que hay en este pasaje de La Rosa de Alejandría (1984), de Manuel Vázquez Montalbán:

También está el pasacalle con la campana, por las aldeas y los cortijos. Hacen sonar la campana y dicen: ¡ave María Purísima! Los de la casa han de contestar: ¿quién va?, y el cofrade ha de decir: las Ánimas, ¿se canta o se reza? Y el dueño de la casa, si todo ha ido bien durante el año, contesta: se canta. Y si ha habido algo malo pues dice: se reza. Es muy bonito todo, mira que me acuerdo de mi infancia y se me saltan las lágrimas.

Ya lo vimos. La golondrina hacía las veces, en la fiesta popular helénica de hace más de veinticinco siglos, de símbolo poético que anunciaba el nuevo tiempo. En este fragmento de Vázquez Montalbán reaparecen rasgos que latían en la vieja canción griega: el pasacalle inquisidor (golondrinas transformadas en Ánimas), el dueño de la casa, el motivo de la temporalidad (año bueno, año malo), la infancia, la nostalgia de un tiempo que —este sí— no volverá...
Tampoco, ay, volverán aquellos años 80 en que Vázquez Montalbán publicaba La Rosa de Alejandría, novela negra de la nostalgia. La misma que podría sentir un antiguo lector suyo —pongamos que yo mismo—, recordando aquella década de nuestra juventud, en que Vázquez Montalbán era uno de los sacrosantos referentes de la izquierda española. Luego, quién lo pensara, saltaría por los aires el Muro de Berlín, hecho añicos por otras manos que ansiaban libertad. Y los pedruscos fueron a dar sobre las cabezas de todos aquellos referentes de una izquierda no menos anquilosada que la derechona. Cascotazos que terminaron de convertir a los referentes en progres de salón. Y aún peor: en nacionalistas de sus pueblecillos respectivos; joder, en federalistas, ¡qué degeneración o derechización!: abrazafarolas del pobrísimo ideario contable de la burguesía catalana, la leche de europea para los bobalicones, pero en realidad agrícola y apenas textil… Mejor me paro ya, que voy poniéndome nostálgico y gruñón. Y por primavera.
Ya se ve: el Espíritu, erre que erre. Lo mismo siempre, pero distinto.

1 comentario:

  1. José María P.H.20 de marzo de 2013, 1:32

    Y aunque ese Espíritu sea el de siempre, no se reconoce. Las añoradas golondrinas se revuelven y no retornan. Nosotros aquí, si no esperanzados, en espera.

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