lunes, 26 de marzo de 2012

I, 9. De imágenes y palabras

La encontraron «sentada hilando la lana». Su belleza y recato dejaron fascinado a Sexto Tarquinio, hijo de Tarquinio el Soberbio, rey de Roma. Horas antes estaban bebiendo y fanfarroneando. Durante el cerco militar de Ardea, Sexto Tarquinio y algunos acompañantes, como Colatino, habían ensalzado cada uno a su esposa sobremanera. Estimulados por el vino, decidieron volver a Roma, verlas a todas y averiguar quién era la mejor. And the winner was… Lucrecia, la mujer de Colatino.
Días después —continúa relatando el Tito Livio de Ab urbe condita, I, 57-59— regresó Sexto Tarquinio. Ella lo recibió confiada, lo invitó a cenar y le prestó una habitación separada. Durante la noche, él «fue con la agitación de su pasión armado con una espada donde dormía Lucrecia». Esta «no cedía ni siquiera por miedo a morir», pero Sexto Tarquinio la amenazó no solo con matarla, sino con situar después, junto a su cadáver, el de un esclavo desnudo. Para que dijeran… Ante el pavor que le producía el deshonor, se asevera en Desde la fundación de la ciudad que Lucrecia terminó accediendo. Con toda su crudeza, el instante fue captado en 1571 por nuestro ya familiar Tiziano en Tarquinio y Lucrecia (Cambridge, Fitzwilliam Museum).
Una imagen no sé si vale por mil palabras; sí, que mana de ellas. Contemplemos, al hilo del relato de Tito Livio, tres muestras más de la fecunda hermandad entre pintura y escritura. Lucrecia avisó a su padre y a su esposo. Cuando llegaron con sus acompañantes, les relató lo sucedido. Y ante ellos se suicidó. En la Lucrecia (Budapest, Museum of Fine Arts) que hacia 1750 terminó Andrea Casali, el suicidio de la protagonista no fue óbice para mostrarla como la imaginó, y luego vio, Tarquinio. Aún más lejos en esa fusión de eros y tánatos irían, dos siglos antes de Casali, las sugerentes transparencias que el Maestro del Papagayo delineó en La muerte de Lucrecia (Madrid, Museo Nacional del Prado).
Ante su cadáver, los ofendidos familiares de Lucrecia juraron venganza. En 1871, y prescindiendo de cualquier sensualismo, en La muerte de Lucrecia (Madrid, Museo Nacional del Prado) los retrató Eduardo Rosales con esa cosa grandilocuente y épica del historicismo decimonónico: atendiéndola atenazados unos, alzando otros sus broncíneos puñales. ¡Ah de la infame estirpe de los Tarquinios!
Aquel relato de horror, violencia y traición contenía un designio: a la monarquía romana le quedaban dos telediarios. En cuanto a Lucrecia, pasó a la historia y la leyenda como signo de fidelidad conyugal y afición desmesurada, o más allá de la muerte, al honor. Por eso —por subvertir historia y leyenda— no es casual que la sensual y sexual protagonista de Elogio de la madrastra, de Vargas Llosa, se llame Lucrecia. Don Rigoberto, su marido, «programa» el «peinado», las «alhajas», los «mínimos detalles» de su «esposa cristiana»: «“Tú no eres tú sino mi fantasía”, dice ella que le susurra cuando la ama. “Hoy no serás Lucrecia, sino Venus”» (p. 103).
En su momento algo habrá asimismo que decir sobre el hecho de que Lucrecia se dedicara, mientras el marido andaba de guerra, a lo de estar «hilando la lana». Como Penélope, vamos.
Nada hay que no pueda ser reescrito.

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